domingo, 7 de agosto de 2016

¿GERONA O GIRONA, LÉRIDA O LLEIDA,…?




· En mis últimos textos me he dedicado a poner el dedo en la llaga de ciertos ejemplares del gremio de los “maestros Ciruela” (personajes que, según un refrán castellano, no saben leer ni escribir y ponen escuela): licenciadas en derecho, en filologías y en ciencias de la información. Ahora bien, la ignorancia, como dice la sabiduría popular, es muy atrevida  y los maestros Ciruela abundan también en otros colectivos. Es el caso del tándem formado por los miembros de la casta política y, en general, los “plumillas” de los medios de comunicación, que se complementan mutuamente y que tienen también el lenguaje (oral y/o escrito) como instrumento fundamental de trabajo. Hago referencia a estos pseudo-profesionales de la palabra para tratar de responder a las alternativas, formuladas en el título de esta reflexión. Se trata de dos casos ilustrativos, que son sólo la punta del iceberg de muchas otras alternativas lingüísticas.

· Desde el inicio de la Transición (1975), en las CC. AA. con dos lenguas oficiales, se inició el mal llamado proceso de “normalización” lingüística. Con ésta se pretendía generalizar e imponer  el uso de la lengua autóctona (catalán o vasco o gallego u otras modalidades lingüísticas) en todos los ámbitos de la comunidad autónoma respectiva. Esto provocó, al mismo tiempo, otro efecto deseado y buscado por los nacionalistas: el progresivo desplazamiento, la marginación y la eliminación de la lengua española (el mal llamado “castellano” en la Constitución de 1978), en los ámbitos institucionales y en las situaciones más formales de comunicación.

· Sin embargo, los maestros Ciruela de la casta política no se contentaron con esto. Procedieron también a la “normativización” de ciertos aspectos del español, la lengua común de todos los españoles. Se trata de un proceso que, en general, precede a la normalización del uso de una lengua (cf. ut supra). Con la normativización se toman decisiones sobre la naturaleza de la lengua, determinando la norma (léxica, ortográfica, fonética y morfosintáctica) que hay que aplicar al usar una lengua. Ahora bien, la normativización y su resultado, la norma, no pueden ser caprichosas por parte de los que la llevan a cabo, ya que podrían entorpecer la comunicación entre los usuarios de una lengua. Por eso, en la normativización, no se puede actuar a la ligera, como lo han hecho los maestros Ciruela de la  casta política española, metiéndose en camisa de once varas.

· Según el Art. 25.2. del  R.D. Legislativo 781/1986, de 18 de abril, sobre régimen local, sólo mediante ley aprobada por las Cortes Generales se puede modificar la toponimia. En base a este artículo, se ha ido cambiando la toponimia en español e imponiendo, como única forma oficial, ciertos topónimos en gallego, en catalán, en vasco, etc. Así, por ejemplo, en vez de Gerona, Lérida, Orense, La Coruña, Guipúzcoa o Vizcaya,… hay que decir, al utilizar el español, Girona, Lleida, Ourense, A Coruña, Gipuzkoa o Bizkaia,…, según los maestros Ciruela de la casta política. Y éstos son sólo algunos ejemplos. En efecto, muchos otros topónimos han cambiado de nombre sin haber pasado por el Congreso de Diputados. Basta con consultar el Registro de Entidades Locales (REL).

· En los procesos de normativización de las lenguas autóctonas (en nuestro caso, las de las CC. AA. con dos lenguas oficiales), es lógico y razonable que se restablezcan los topónimos tradicionales de estas lenguas y que se fomente el uso de los mismos cuando se emplean dichas lenguas. Ahora bien, lo que no es de recibo, desde ningún punto de vista, es que, cuando los hispanohablantes usamos el español, tengamos que utilizar topónimos o también palabras procedentes de estas otras lenguas (catalán o gallego o vasco, etc.). ¿Por qué?

· Desde el punto de vista de la lingüística aplicada, cuando dos o más lenguas entran en contacto pueden suceder tres cosas. Una de ellas es la amalgama total o parcial de las lenguas en contacto. En el caso de la amalgama parcial, unidades lingüísticas o estructuras morfosintácticas o fónicas transitan entre las lenguas en contacto, provocando interferencias y contaminándose mutuamente. Ahora bien, la presencia de unidades lingüísticas de otra lengua (por ejemplo, del catalán o del gallego o del vasco,…), cuando se utiliza una lengua determinada (por ejemplo, el español), da una pobre y mala imagen del que habla o escribe. Es algo negativo. En efecto, las interferencias denotan que el locutor posee un bilingüismo desequilibrado y deficiente, fruto de las lagunas y de la inconsistencia de su competencia lingüística en las lenguas en contacto.

· Por eso, cuando hablamos o escribimos debemos mantener separadas las dos lenguas y utilizar o la una o la otra. Esto es un signo de un grado de bilingüismo más equilibrado; y, por consiguiente, da una imagen más positiva del locutor. Así, si utilizo el español y me refiero a la capital del Reino de los Belgas, hablaré de Bruselas y no de Bruxelles; o si me refiero a la capital del Reino Unido, hablaré de Londres y no de London; o si me refiero a la región francesa donde se encuentra una de las sedes del Parlamento Europeo, hablaré de Alsacia y de Estrasburgo y no de Alsace y de Strasbourg. Del mismo modo, cuando se usa el español, hay que utilizar los topónimos tradicionales en español y decir Gerona, Lérida, Orense, La Coruña, Guipúzcoa, Vizcaya,… y no, como pretenden los maestros Ciruela de la casta política, Girona, Lleida, Ourense, A Coruña, Gipuzkoa o Bizkaia,… Y éstos son sólo algunos ejemplos.

· Por otro lado, desde el punto de vista del funcionamiento del lenguaje, hay que insistir en el hecho de que el uso de las lenguas es uno de los lugares donde el poder del pueblo y, por lo tanto, la auténtica democracia directa son una realidad tangible. En efecto, una lengua es y será lo que deciden, con el uso oral o escrito, los usuarios de la misma: los locutores. Ni la Real Academia Española (Rae), como expondremos infra, ni los maestros Ciruela de la casta política, aún menos, pueden prescribirnos cómo debemos hablar o escribir. En el campo lingüístico los ciudadanos-locutores son auténticos soberanos e imponen su ley: los usos lingüísticos.

· El punto de vista de la Rae es respetuoso con la naturaleza y la lógica histórica de las lenguas, que acabamos de apuntar. Como precisa el escritor y académico Javier Marías, la Rae, “a lo sumo, advierte, mediante las marcas ‘vulgar’ o ‘negativo’ que tal o cual vocablo pueden resultar malsonantes o denigratorios”. Por lo tanto, si la Rae, ese conclave de sibaritas del lenguaje, no puede imponer los usos del español, con menor motivo podrán hacerlo los maestros Ciruela de la casta política. Como decía el lingüista y académico E. Alarcos-Llorach, “hay que dejar la lengua y las lenguas en paz. En ellas manda la colectividad. Si los ciudadanos son los depositarios de la soberanía política, los hablantes son los de la lingüística”. Por su lado, el también académico y lingüista Gregorio Salvador, no se cansaba de repetir que “las academias son como los notarios […], que sólo dan fe de que tal cosa se dice así en tal nivel de uso”.

· En relación con el tema abordado, se podrían aportar otras muchas citas de autoridad, que van siempre en la misma dirección: cuando se habla o se escribe en español, los topónimos catalanes, gallegos o vascos que tengan forma tradicional española deben ser utilizados según la grafía que corresponde al español. Y por eso, hay que decir y escribir Gerona y no Girona, Lérida y no Lleida, Orense y no Ourense, Cataluña y no Catalunya, País Vasco y no Euskal Herria, Vizcaya y no Bizkaia, Guipúzcoa y no Gipuzkoa, etc. Y suma y sigue.

· Esto —que es evidente, lógico y dictado por el sentido común—, ha sido tergiversado por los maestros Ciruela de la casta política que, con la ayuda de los “plumillas” apesebrados y también de los profesores acríticos, han ido imponiendo cambios en la toponimia en español. Estos cambios no sólo contaminan, deforman y degradan la lengua española; también contribuyen a desarmar lingüística y culturalmente a los hispanohablantes, al tiempo que constituyen una nueva derrota del bilingüismo y un nuevo paso hacia el monolingüismo en las lenguas autóctonas. Así, como ha escrito certeramente Javier Cercas, “nuestros disparates políticos son un reflejo de nuestros disparates lingüísticos, porque quien no respeta el lenguaje no respeta la realidad”.

· A los de la casta política se les podría decir aquello de “Manolete, Manolete, si no sabes torear “pa” qué te metes”; y a los “plumillas” y a los profesores, que dejen de repetir y difundir, como papagayos, lo que han decidido, en base a criterios partidistas, los maestros Ciruela de la casta política.

© Manuel I. Cabezas González
Publicado también en Periodista Digital, La Tribunma del País Vasco, Bembibre Digital, Las Voces del Pueblo, Navarra Confidencial.com, Red de Blogs Comprometidos, Crónica Popular, Noticiero Universal, L'Independent de Barberà, El Confidencial Digital, CatalunyaPress, Pressdigital.es, Burbuja.info (Foro de Economía), A Fons Vallès y El Espía Digital.com.
5 de agosto de 2016

miércoles, 15 de junio de 2016

EL GREMIO AMPLIADO DE LOS MAESTROS CIRUELA

 

· En los últimos meses, he dedicado más de un texto a los “maestros Ciruela”, esos personajes que, según el clásico aforismo castellano, no saben ni leer ni escribir y ponen escuela. En uno de estos textos, describí tres casos concretos y reales de “maestros Ciruela” (una abogada, una periodista y tres licenciadas en filología inglesa y francesa), casos que ponen en tela de juicio, en general,  la formación con la que los licenciados y, ahora, los graduados salen de la “universidad española a la boloñesa”. Dicho esto, creo que me quedé corto con la tipología de los “maestros Ciruela” que propuse. Estos indocumentados son más numerosos de lo que yo pensaba y, por eso, hay que ampliar el gremio de los mismos, ya que podemos encontrarlos desempeñando, mal, una actividad profesional en cualquier sector económico. Por eso, creo que se podría hablar de pandemia de “maestros Ciruela”. Para ilustrar esta aseveración, voy a relatar una nueva vivencia real de la que he sido testigo y víctima.

· Hace algunos días, en este final de curso académico, pensé en poner negro sobre blanco una reflexión personal sobre la institución universitaria española. En este nuevo texto, quería confrontar el “Museo de Alejandría” con la universidad española. Con este fin, empecé a hacer acopio de documentos e informaciones (“euresis”). Entonces, me vino a la mente un capítulo del libro de Jean-Noël Robert (De Roma a China. La ruta de la seda en la época de los Césares), que yo había traducido del francés, en el 2014, para la joven editorial Stella Maris (Barcelona). Fui directamente al grano, al capítulo “V. Las puertas orientales del Imperio Romano”, donde se habla del Museo de Alejandría. A pesar de su denominación, el “Museo” era un centro de investigación y de enseñanza (se suele considerar la primera universidad del mundo), en el que confluyeron muchos de los sabios de la época y donde fue reunida toda la producción bibliográfica de aquel tiempo, en la célebre Gran Biblioteca de Alejandría.

· A medida que avanzaba en la lectura del precitado capítulo V (pp. 149-174), no me podía creer lo que veían mis ojos: el texto estaba sembrado de faltas, relativas —principalmente, pero no sólo— al uso de algunos signos de puntuación. En el capítulo precitado (con una extensión de 24 paginas) y a ojo de buen cubero, detecté más de 200 incorrecciones. Ante tal proliferación de errores, empecé a amilanarme y mi autoestima se fue diluyendo como un azucarillo en un vaso de agua. Terminada mi lacerante lectura, con la autoestima por los suelos y sin poder creerme lo que había constatado, cotejé el texto publicado con la traducción que yo había enviado a la editorial y que guardaba, con mucho celo, en el disco duro de mi ordenador. Entonces, mi autoestima volvió a renacer de sus cenizas y, de nuevo, levanté la cabeza. Yo no había sido el hacedor de la cascada de errores. Mi traducción, que yo había revisado, revisado, revisado,… no contenía las incorrecciones que acababa de constatar. El responsable de tanto desaguisado lingüístico fue el que había revisado mi traducción y/o el que había editado el texto definitivo publicado. Los hechos narrados merecen unas reflexiones conclusivas para tratar de comprender y de explicar lo sucedido, y dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

· Cuando los lingüistas analizamos el proceso de producción de un texto, describimos las seis etapas que todo buen “escribidor” debe recorrer. La penúltima es la revisión-corrección del texto que éste acaba de redactar, para eliminar las incorrecciones de cualquier tipo, que pueden poner en entredicho no sólo la credibilidad del contenido del texto sino también su legibilidad. En efecto, si un lector empieza a tropezar, cada dos por tres, con errores, “comenzará a preguntarse si merece la pena seguir leyendo y si puede confiar en lo que lee” (B. Kilgore, Director de The Wall Street Journal).

· Como reza un clásico refrán, el mejor escribano puede también echar un borrón. Además, el texto o la traducción perfectos no existen. Siempre se pueden mejorar. Por eso, todo “escribidor” debe revisar y releer sus textos, aplicando el consejo de un poeta francés del s. XVII: “Vingt fois sur le métier remettez votre ouvrage, polissez-le sans cesse, et le repolissez (Nicolas Boileau, Art poétique). Y, por otro lado, en todo medio de comunicación o en cualquier editorial, es lógico, razonable y necesario el control de calidad, que llevan a cabo los correctores o editores, que revisan, controlan, corrigen y dan el visto bueno a los textos que se van a publicar. Como dice una ley estadística, “cuantos más ojos vean un texto, mejor será el resultado o el producto final” (Carlos Salas).

· Ahora bien, esta revisión-corrección no se puede poner en manos de cualquier indocumentado “maestro Ciruela”, como el de la editorial Stella Maris, que ha visto gigantes (errores) donde sólo había molinos (uso correcto de la lengua). Para llevar a cabo su tarea, el corrector-revisor resolutivo debe poseer sólidas competencias lingüísticas, textuales y enciclopédicas (Umberto Eco, Lector in fábula), que son producto de numerosas y “buenas lecturas” (Vargas Llosa, La literatura y la vida). El haber pasado por la universidad y el hecho de estar en posesión de una licenciatura o un grado y de uno o varios másteres no son garantía de nada y no son suficientes para poder pulir un texto.

· El corrector “maestro Ciruela” de la editorial Stella Maris no sólo sembró el texto publicado de todo tipo de faltas. También se permitió modificar la traducción de ciertos pasajes del mismo. Para muestra, sólo un botón. El título del libro en francés estaba en plural y, en la traducción en español, mantuve el plural (De Roma a China: las rutas de la seda en la época de los Césares). Sin embargo, el maestro Ciruela de Stella Maris lo sustituyó por un título en singular (De Roma a China: la ruta de la seda en la época de los Césares). Cuando leí el título en francés, me intrigó el plural y esto (la intriga) es siempre un guiño al lector para que compre el libro y lo lea. Yo pensaba que sólo había habido una sola ruta: la seguida por Marco Polo. Ahora bien, después de leer el libro in extenso, aprendí que había habido varias: unas, terrestres; otras, marítimas. De ahí que el título en plural sea más catafórico, más objetivo, más pertinente y más adecuado que el título en singular. Por eso, me extrañó también que se hubiera cambiado mi traducción del título.
· Haciendo uso de la doctrina del “Honestidad Radical”, confieso que estoy orgulloso de la traducción que envié, en su día, a Stella Maris, pero que me avergüenzo del texto que, después, fue publicado. Que mi nombre aparezca en la primera página del libro como traductor del mismo ya no es ninguna medalla, ni contribuye a dar lustre a mi curriculum. Más bien, es todo lo contrario. Por eso, el “maestro Ciruela”, que revisó el texto de mi traducción y que  sin duda habrá revisado otros, debería dedicarse a otra cosa. Como escribió, hace unos meses Javier Marías, es demasiada la gente que ya no domina la lengua, sino que la zarandea y avanza por ella a tientas y es zarandeada por ella. Hubo un tiempo en el que podía uno fiarse de lo que avanzaba la imprenta. Ya no: es tan inseguro y deleznable como lo que se oye en la calle”. Además, no es ocioso preguntarse qué profesionales forma la universidad española. De ella nos ocuparemos nuevamente en un próximo texto.

© Manuel I. Cabezas González
Publicado también en Bembibre Digital, Periodista Digital, A Fons VallèsCerdanyola Informa, CatalunyaPress, Las Voces del Pueblo, Bierzo Diario, Press Digital, La Tribuna del País Vasco y L'Independent de Barberà.
15 de junio de2016