·
En los últimos meses, he dedicado más de un texto a los “maestros Ciruela”, esos personajes que, según
el clásico aforismo castellano, no saben ni leer ni escribir y ponen escuela. En uno
de estos textos, describí tres casos concretos y reales de “maestros
Ciruela” (una abogada, una periodista y tres licenciadas en filología inglesa y
francesa), casos que ponen en tela de juicio, en general, la
formación con la que los licenciados y, ahora, los graduados salen de la “universidad
española a la boloñesa”. Dicho esto, creo que me quedé corto con la
tipología de los “maestros Ciruela” que propuse. Estos indocumentados son más
numerosos de lo que yo pensaba y, por eso, hay que ampliar el gremio de los
mismos, ya que podemos encontrarlos desempeñando, mal, una actividad
profesional en cualquier sector económico. Por eso, creo que se podría hablar de
pandemia de “maestros Ciruela”. Para ilustrar esta aseveración, voy a relatar
una nueva vivencia real de la que he sido testigo y víctima.
· Hace
algunos días, en este final de curso académico, pensé en poner negro sobre
blanco una reflexión personal sobre la institución universitaria española. En este nuevo texto, quería confrontar el “Museo de Alejandría” con la universidad
española. Con este fin, empecé a hacer acopio de documentos e informaciones
(“euresis”). Entonces, me vino a la
mente un capítulo del libro de Jean-Noël
Robert (De Roma a China. La ruta de
la seda en la época de los Césares), que yo había traducido del francés, en
el 2014, para la joven editorial Stella Maris (Barcelona). Fui directamente al
grano, al capítulo “V. Las puertas orientales del Imperio Romano”, donde se
habla del Museo de Alejandría. A pesar de su denominación, el “Museo” era un
centro de investigación y de enseñanza (se suele considerar la primera
universidad del mundo), en el que confluyeron muchos de los sabios de la época
y donde fue reunida toda la producción bibliográfica de aquel tiempo, en la
célebre Gran Biblioteca de Alejandría.
·
A medida que avanzaba en la lectura del precitado capítulo V (pp. 149-174), no me podía creer lo
que veían mis ojos: el texto estaba sembrado de faltas, relativas —principalmente, pero no sólo— al uso de algunos
signos de puntuación. En el capítulo precitado (con una extensión de 24
paginas) y a ojo de buen cubero, detecté más de 200 incorrecciones. Ante tal
proliferación de errores, empecé a amilanarme y mi autoestima se fue
diluyendo como un azucarillo en un vaso de agua. Terminada mi lacerante
lectura, con la autoestima por los suelos y sin poder creerme lo que había
constatado, cotejé el texto publicado
con la traducción que yo había enviado a la editorial y que guardaba, con mucho
celo, en el disco duro de mi ordenador. Entonces, mi autoestima volvió a
renacer de sus cenizas y, de nuevo, levanté la cabeza. Yo no había sido el hacedor
de la cascada de errores. Mi traducción, que yo había revisado, revisado,
revisado,… no contenía las incorrecciones que acababa de constatar. El
responsable de tanto desaguisado lingüístico fue el que había revisado mi
traducción y/o el que había editado el texto definitivo publicado. Los hechos
narrados merecen unas reflexiones conclusivas para tratar de comprender y de
explicar lo sucedido, y dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de
Dios.
·
Cuando los lingüistas analizamos el proceso de producción
de un texto, describimos las seis etapas que todo buen “escribidor” debe
recorrer. La penúltima es la revisión-corrección del texto que éste acaba de
redactar, para eliminar las incorrecciones de cualquier tipo, que pueden poner
en entredicho no sólo la credibilidad del contenido del texto sino también su
legibilidad. En efecto, si un lector empieza a tropezar, cada dos por tres, con
errores, “comenzará a preguntarse si
merece la pena seguir leyendo y si puede confiar en lo que lee” (B. Kilgore, Director de The Wall Street Journal).
· Como reza
un clásico refrán, el mejor escribano puede también echar un borrón. Además, el
texto o la traducción perfectos no existen. Siempre se pueden mejorar. Por
eso, todo “escribidor” debe revisar y releer sus textos, aplicando el consejo
de un poeta francés del s. XVII: “Vingt fois sur le métier remettez votre ouvrage, polissez-le
sans cesse, et le repolissez” (Nicolas Boileau, Art
poétique). Y, por otro lado, en todo
medio de comunicación o en cualquier editorial, es lógico, razonable y
necesario el control de calidad, que llevan a cabo los correctores o editores,
que revisan, controlan, corrigen y dan el visto bueno a los textos que se van a
publicar. Como dice una ley estadística, “cuantos
más ojos vean un texto, mejor será el resultado o el producto final” (Carlos Salas).
·
Ahora bien, esta revisión-corrección no se puede poner en manos de
cualquier indocumentado “maestro Ciruela”, como el de la editorial Stella Maris,
que ha visto gigantes (errores) donde sólo había molinos (uso correcto de la
lengua). Para llevar a cabo su tarea, el corrector-revisor resolutivo debe
poseer sólidas competencias lingüísticas, textuales y enciclopédicas (Umberto Eco, Lector in fábula), que son producto de numerosas y “buenas
lecturas” (Vargas Llosa, La literatura y la vida). El haber
pasado por la universidad y el hecho de estar en posesión de una licenciatura o
un grado y de uno o varios másteres no son garantía de nada y no son
suficientes para poder pulir un texto.
· El corrector “maestro Ciruela” de la
editorial Stella Maris no sólo sembró el texto publicado de todo tipo de faltas.
También se permitió modificar la traducción de ciertos pasajes del mismo. Para
muestra, sólo un botón. El título del libro en francés estaba en plural y, en
la traducción en español, mantuve el plural (De Roma a China: las rutas de la seda en la época de los Césares). Sin embargo, el maestro Ciruela de Stella Maris
lo sustituyó por un título en singular (De
Roma a China: la ruta de la seda en la época de los Césares).
Cuando leí el título en francés, me intrigó el plural y esto (la intriga) es
siempre un guiño al lector para que compre el libro y lo lea. Yo pensaba que
sólo había habido una sola ruta: la seguida por Marco Polo. Ahora bien, después
de leer el libro in extenso, aprendí
que había habido varias: unas, terrestres; otras, marítimas. De ahí que el
título en plural sea más catafórico, más objetivo, más pertinente y más
adecuado que el título en singular. Por eso, me extrañó también que se hubiera
cambiado mi traducción del título.
· Haciendo uso de la doctrina del “Honestidad
Radical”, confieso que estoy orgulloso de la traducción que envié, en su
día, a Stella Maris, pero que me avergüenzo del texto que, después, fue
publicado. Que mi nombre aparezca en la primera página del libro como traductor
del mismo ya no es ninguna medalla, ni contribuye a dar lustre a mi curriculum.
Más bien, es todo lo contrario. Por eso, el “maestro Ciruela”, que revisó el texto de mi traducción y que sin duda habrá revisado otros, debería
dedicarse a otra cosa. Como escribió, hace unos meses Javier Marías, “es demasiada la gente que ya no domina
la lengua, sino que la zarandea y avanza por ella a tientas y es zarandeada por
ella. Hubo un tiempo en el que podía uno fiarse de lo que avanzaba la imprenta.
Ya no: es tan inseguro y deleznable como lo que se oye en la calle”. Además, no es ocioso preguntarse qué
profesionales forma la universidad española. De ella nos ocuparemos nuevamente en
un próximo texto.
©
Manuel I. Cabezas González
Publicado también en Bembibre Digital, Periodista Digital, A Fons Vallès, Cerdanyola Informa, CatalunyaPress, Las Voces del Pueblo, Bierzo Diario, Press Digital, La Tribuna del País Vasco y L'Independent de Barberà.
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15
de junio de2016
Querido Manuel, estoy con las barbas en remojo después de leer tu texto.
ResponderEliminarNo hace mucho publiqué mi libro y tuve que someterme a muchas galeradas. No se trataba solamente de corregir la ortografía, sino también el estilo, el sentido de las frases y, en definitiva, toda la composición. Para ello contraté a una filóloga, consciente de que mi arquitectura ortográfica y lingüística chirriaba gracias al óxido de los años y a las muchas tareas diferenciadas a las que me enfrento cada día. Mi filóloga me despachó a la primera galerada pidiéndome más dinero. Dijo necesitaba una corrección continua, cosa que no acepté: la imagen que me vino a la memoria para actuar de esa manera fue la de los galenos sometiendo a continuas sangrías a sus enfermos.
He de decirte que me ha costado mucho tener en la cabeza una idea clara de todo el texto, y eso que era mi propio texto. Las erratas en mi libro estaban ya en la contraportada (creo que es el lugar más visible de mi libro, o el más recurrente para el lector). Así me lo hicieron saber nada más publicarlo, y todavía hoy pueden verse en mi cabeza las huellas del chichón que me hice al golpearme deliberadamente contra el quicio de la puerta.
Las erratas de interior supongo que brillarán con luz propia. No quiero ni pensarlo. También cuando vamos al bosque se trata de encontrar setas. No es una disculpa en regla, pero considero con toda seriedad que llegamos ahí donde nos proponemos con todas las inseguridades interiores posibles, aunque tal vez tú me contrapongas que esos viajes más vale no hacerlos. Sólo me queda alegar (y tú me entenderás perfectamente) la necesidad interior por expresar. Necesidad que a veces aflora ciruela, ajo o cebolla, atrevida como lo es también la ignorancia, pero que no deja de ser un bálsamo o un veneno del cual hay que desprenderse. Veámonos pronto, lo antes posible. Tengo dos follones más entre manos.
Dilecto y polifacético Ramón:
Eliminar• Hace unas semanas, Ana, mi “amante” (la persona a la que amo, no la otra, como suelen comprender muchos este signo lingüístico), me trajo a casa el último fruto de tu verbo, que se había hecho carne en forma de libro (Ramón Fanés, El duelo de Sabino, Editorial Círculo Rojo, 2015), regalo tuyo. ¡¡¡Muchas gracias por ello!!!.
• Como estaba haciendo otras lecturas en ese momento y como estaba rematando la faena en la UAB, todavía no me he puesto a leerlo. Por eso, por un lado, sólo lo hojeé y pude constatar que habías producido un objeto muy legible y cooperador, ya que habías combinado, en su elaboración, dos sistemas de signos complementarios: uno, lingüístico (una ristra de signos lingüísticos, que se siguen como una columna de hormigas); y el otro, icónico (dibujos, en lo que eres un consumado Picasso). Dicho con otras palabras, tu último texto se asemeja a la prístinamcomunicación verbal, en la que utilizamos siempre un lenguaje verbal y un lenguaje no verbal (gestos, mímica, etc., i.e. lo que los lingüistas llamamos elementos “kinésicos” y “proxémicos”).
• Por otro lado, para catar tu nuevo melón, leí o, más bien, degusté el primer capítulo donde se describe la “ofensa” sufrida por Sabino, al enterarse de que era un cornúpeta a causa del ayuntamiento carnal de su amigo Valentín y de su esposa Cristina.
• Si, como dices, echaste “las barbas en remojo después de leer tu texto”, me permito decirte que puedes secarlas, ya que no he detectado ninguna violación del código de la lengua española en el primer capítulo de tu relato. Esta constatación contrasta con la catarata de incorrecciones que descubrí en el texto que yo traduje del francés para la editorial STELLA MARIS y que un “maestro Ciruela” estropeó con su incompetencia.
• La ortodoxia lingüística de “El duelo de Sabino” creo que está asegurada, si la juzgo por la calidad del primer capítulo, gracias a la corrección de estilo y a la ortotipográfica que llevó a cabo María Pérez Sola y que yo ya conocía por una entrevista que le hicieron en la contra de El Periódico de Cataluña, el pasado 23 de abril de 2016. Esta correctora de estilo trabaja, desde hace tiempo, de correctora para el Grupo Planeta. Y toda editorial seria y de prestigio sólo puede serlo si no escatima esfuerzos e inversión en la revisión-corrección de los textos que publica, como hacen otras editoriales.
• “Veámonos pronto, lo antes posible”, me lanzas este guante, como un caballero medieval o como Sabino a Valentín, en la última frase de tu comentario. Hace ya tiempo que nuestros cuerpos y nuestros verbos debieron encontrarse para fecundarse mutuamente. La semana próxima, sin más tardar, me pongo en contacto contigo vía telefónica.
Un abrazo.
Manuel I.
18 de junio de 2016
Muy interesante, amigo Manuel.
ResponderEliminarTodo esto va sintonía con los tiempos en los que por ejemplo, si eres locutor de radio y no te inventas un par de verbos no eres nada. Cuando tengo la desgracia de sufrirlo, lo primero que se me ocurre es un "que el diablo te escupa en el culo"
ResponderEliminarAcostumbrado a los Ciruelas de turno, leer a Manuél es una escuela de primeros auxilios y un inenarrable placer.
ResponderEliminarGracias por tus escritos.
Rafael Solís.
EliminarEstimado Rafael:
• Ante tus palabras halagadoras, sólo puedo recordarte algunas citas, que justifican lo que aseveras:
- La primera es de Enrique Jardiel Poncela y reza así: “Lo que se lee sin esfuerzo ninguno, se ha escrito siempre con un gran esfuerzo”.
- La segunda la he extraído del Art Poétique de Nicolas Boileau, poeta francés del XVII: “ Ce que l'on conçoit bien s'énonce clairement, Et les mots pour le dire arrivent aisément. (Chant I) (“lo que está claro en nuestra cabeza se expresa claramente y las palabras para hacerlo llegan fácilmente”).
• Por eso, nada es gratuito y cualquier cosa que hagamos, si intentamos hacerla bien, exige esfuerzo, dedicación, tiempo, sacrificio,… i.e. sudor y lágrimas.
Un cordial saludo.
Manuel I.
18 de junio de 2016
El nivel es vergonzoso, en un país que vió nacer a Calderón o Quevedo, que ha poco oyó hablar a Ortega y Gasset, tener que soportar a estos iletrados me dá grima. No lo soporto...¿y el populacho?...vale más no hablar .
ResponderEliminarEfectivamente. El nivel de nuestros maestros ciruela y de los licenciados es deplorable. Yo no soy universitaria al uso, pero me precio de tener un español pulido, ligero y bastante variado, cosa de la que adolece la masa universitaria que me rodea...
ResponderEliminarEstimado Sr. “Habilitado” Manuel A. y Sra. Ceheginero:
Eliminar• Como afirmáis, el nivel lingüístico de nuestros LICENCIADOS es “vergonzoso” y “deplorable”. Y esto se agrava, cada vez más, con las nuevas hornadas de los nuevos “GRADUADOS”. Y si escuchamos o leemos al pueblo llano, “mas vale no hablar”, como escribe mi querido amigo, el “habilitado” Manuel A.
• Coincido completamente con vosotros. Los ejemplos que he dado en uno de mis últimos artículos (“Los maestros Ciruela”) y en el presento ci-dessus (“El gremio ampliado de los maestros Ciruela”) llevan el agua a nuestro molino común: degradación progresiva de las competencias lingüísticas de nuestros compatriotas que, por este motivo, es difícil tildarlos de “ciudadanos”.
• Ahora bien, lo grave del asunto es que somos seres humanos por el lenguaje (“Zoones logikones”, los llamaba Aristóteles). Y si no lo dominamos, nos alejamos de los “seres dotados de la palabra”, es decir de los seres racionales, y nos acercamos al reino de los irracionales. Por otro lado, con esta ausencia de mimbres lingüísticos, estamos despilfarrando la inversión onerosa en instrucción, al tiempo que estamos cavando nuestra propia tumba como sociedad desarrollada y del bienestar.
Un cordial saludo.
Manuel I.
19 de junio de 2016