Si todavía se están preguntando por qué nuestra
clase política sigue exponiéndose en público, sin que se le caiga la cara de
vergüenza, después de haberse consolidado como el tercer problema del país, tras
la crisis económica y el desempleo, no le den más vueltas a la cabeza. Se trata
de un problema muy común que se llama falta
de perspectiva y que, cada uno a nuestra manera, sufrimos todos.
Una de las conclusiones más importantes que he
obtenido de mis 30 años como observadora de la actividad política desde el
ámbito del periodismo es que, si la gente supiera realmente cómo funcionan las
administraciones y dónde va a parar su dinero, se echaría a la calle y quemaría
las instituciones. Lo que vivimos en estos últimos años, meses y semanas, las
protestas generalizadas contra un sistema que parecería pensado contra el
ciudadano, se quedarían en simples anécdotas, el preludio de una revolución
incontrolable.
Lo que periódicamente salta a los informativos
bajo el formato de corrupción política es tan solo la punta de un
iceberg conformado por sedimentos a los que la ley no alcanza todavía. Hablo de
la ineficacia, la ineficiencia, el clientelismo, el amiguismo,
la gandulería, el pasotismo, el trepismo, la codicia, la connivencia, la ausencia de solidaridad, la insensibilidad
social y, en definitiva, la deslealtad
al administrado y la traición a la de
defensa del interés general, que los ciudadanos le encomendaron en las
urnas u obtuvieron mediante nombramiento en función del color de sus
resultados.
Esa suerte de maledicencia del maltratado pueblo
llano, tan acusada entre los que ansían tomar la posición que ocupa el
privilegiado y que yo tan poco secundo, es una sospecha generalizada que se
queda tan corta cuando se compara con la práctica que, sin duda, estamos ante
un nuevo ejemplo de libro de cómo la realidad es capaz, incluso se empeña en
ello, de superar la más disparatada de las ficciones.
No todos los cargos públicos están cortados por
el mismo patrón, es obvio. Pero es igualmente cierto que todos ellos han
llegado a su condición a través de un modelo electoral, basado en la
concurrencia a las urnas de los partidos políticos, y se han insertado en un
sistema político cuyas estructuras y mecanismos fomentan que la determinación
de cambiar las cosas, que cabe presuponerles cuando recién se estrenan, se
torne final e inexorablemente en su mimetización con el paisaje y el
paisanaje.
De ahí que resulte tan ingenuo pensar que desde
el propio sistema político se vayan a poner en marcha las profundas reformas
que requiere una situación como la actual y que, se mire cómo se mire, pasan
por derrumbar gran parte de las estructuras políticas que los propios actores
políticos han ido creando para hacerse más imprescindibles, más poderosos y,
también, más opulentos.
Sería como pedir a un colectivo que ha perdido
totalmente la falta de perspectiva sobre su auténtico papel en la sociedad que
se automutile, que se desprenda de muchos de los rejos del gran pulpo que ha
ido extendiendo por el territorio patrio para hacer una sociedad a su imagen y
semejanza, en base a ejercer el dominio sobre el dinero público.
Se habla de la Transición Política como un
ejemplo de autodestrucción del sistema desde el propio sistema pero, habida
cuenta de la legitimidad democrática que ampara el actual sistema, no parece
que podamos llegar ahora a una metamorfosis de tal naturaleza.
Incapaces entonces de entender la dimensión del
problema y alarmados ante el peligro para su supervivencia, que coligen ante cualquier
atisbo de lucidez que les ataque subrepticiamente, nuestra clase política
continúa empeñada en transitar por esta crisis sin hacer ningún sacrificio
propio e imponiendo exclusivamente un estado de abnegación a los ciudadanos.
Con la hipocresía propia del que quiere hacerse
perdonar por tanto privilegio que su buena preparación y mejor suerte cree
haberle deparado, apelará, sin duda y en primer lugar, a cómo la reducción de
una hipertrofiada administración supondría agravar el problema del desempleo,
porque no quedaría otro remedio que poner a muchos empleados públicos en la calle.
Y eso, a sus boquitas de piñón les molesta, ¡vaya que les molesta! Pero
no tanto por los empleados públicos que serían víctimas de su locura por haber
añadido más administración a la administración, sin ningún sentido de cara al
interés general, sino porque supondría cercenar la estructura sobre la que
asienta su modo de vida. Y eso duele, ¡vaya que duele!
Nadie desea que los funcionarios y otros
empleados públicos pasen a engrosar las filas del ya insoportable paro. Ni es
posible dejar de reconocer que se trata de un colectivo que está sometido a
recortes importantes de sus prestaciones y otros derechos adquiridos. Aún así,
a nadie, salvo a los interesados, le puede resultar congruente que la
destrucción de puestos de trabajo se esté produciendo casi en exclusiva en el
sector privado, mientras que el sector público parece quedar a salvo e incluso
sigue creando empleo. Las cifras aquí
expuestas lo dicen casi todo.
Porque, ¡ojo!, estamos hablando de una
administración sobredimensionada cuyas duplicidades, triplicidades y, en
Canarias, incluso cuatroplicidades, consumen una inmensa porción del dinero
público en forma de gastos de personal y recursos que inevitablemente, en un
escenario de bajada sideral de los ingresos y exigencia brutal de la deuda, hay
que detraer inexorablemente de los servicios esenciales que se prestan a los
ciudadanos.
¿Están pensando ellos, nuestra clase política, en
automutilar en alguna medida las estructuras que le dan cobijo y sentido para
evitar mayor sufrimiento a los ciudadanos? La realidad es que ni se les pasa
por la cabeza. Antes serían capaces de autodestruirse a base de echarse unos a
otros las culpas de lo que está ocurriendo que tener la capacidad, la valentía,
la gallardía y la generosidad de replantearse su dimensión y el sentido de su
existencia.
La solución tendrá que venir entonces desde
fuera. Y para que un movimiento capaz de remover los cimientos de un sistema
emponzoñado se conforme con la medida y fuerza suficientes, iniciativas como esta podrían
resultar provechosas si no fuera porque parten del propio, sospechoso e
interesado sistema. Es decir, si no fuera porque no se trata precisamente de
una auditoria externa no solo capaz de hacer transparente la gestión y formular
las pautas del buen gobierno, sino también de exigir una limpieza rápida y
exhaustiva de todo el gasto inútil que está consumiendo tantos recursos que se
detraen, a falta de otro eslabón más débil, de los servicios esenciales
perentorios.
Carmen Merino Cabezas
Firma invitada
Texto publicado en el blog “No es un
Lugar Común”
http://carmenmerino.wordpress.com/2012/10/15/lo-imposible/
(15 de octubre de 2012)
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