En la introducción de uno de sus ensayos (*), César Vidal relata su vivencia personal como profesor universitario. Entre 2003 y 2007, impartió docencia universitaria en cursos de posgrado. Sus alumnos, por lo tanto, eran licenciados, doctorandos o doctores, seleccionados entre los primeros de cada promoción de distintas universidades. “Eran la flor y la nata, sin duda, pero una flor y una nata que […] sabía muy poco”, puntualiza.
Por eso, ante la escandalosa carencia de conocimientos de sus alumnos, C. Vidal decidió comenzar cada clase con un sencillo test de 10 preguntas sobre el tema que se iba a abordar en clase. Los resultados obtenidos eran siempre “reveladores… y desoladores”. Y lo peor, sigue puntualizando C. Vidal, es que todos los alumnos estaban infectados con el virus de lo políticamente correcto. Además, en sus trabajos escritos, se mostraban aventajados visitantes del “rincón del vago”: entraban a saco en Internet, plagiando descaradamente lo primero que encontraban.
Ante esta lamentable y criticable realidad, ratificada por expertos nacionales y por organismos internacionales (OCDE), C. Vidal no culpa de ello a los depauperados estudiantes sino al desastroso sistema educativo español y al cuerpo docente que, en vez de enseñarles y hacerles adquirir conocimientos con fundamento, les hicieron perder el tiempo con fruslerías. Por eso, para colmar las lagunas culturales de los jóvenes universitarios y para aplacar la sed de cultura de buena parte de la sociedad española, C. Vidal escribió el ensayo precitado. En él explicita el menú, la planificación y la dosificación de “lo que hay que leer”, de “lo que se debe contemplar”, de “lo que se debe escuchar” y de “lo que se debe ver en teatro y en cine”, para ser un “honnête homme” moderno.
Siguiendo el programa propuesto, pero sin escatimar un esfuerzo constante y un trabajo sistemático, precisa C. Vidal, “una persona que comenzara absolutamente de cero, […], al cabo de un año, tendría una cultura superior a la de la mayoría de los jóvenes que entran en la universidad y, al cabo de otro año más, superaría a la aplastante mayoría de nuestros licenciados”. E, incluso, a los profesores, según Gabriel Albiac, que es catedrático de filosofía en la universidad.
Las graves y decepcionantes constataciones de C. Vidal puede hacerlas también cualquier honesto profesor universitario. Por lo que respecta a los contenidos culturales o enciclopédicos, los estudiantes son, en general, como constata C. Vidal, auténticas “tabula rasa”. Por otro lado, y esto es aún mucho más grave, los nuevos estudiantes llegan a la universidad sin los conocimientos instrumentales absolutamente necesarios para sacar provecho de la estancia en la universidad. En efecto, sus competencias en lectura y en expresión oral y escrita tienen más agujeros que un queso gruyer. Y, con alforjas tan livianas, no se pueden pedir peras al olmo ni ir muy lejos. Y lo más grave de todo es que no son conscientes de esto y, por eso, no manifiestan ningún interés en adquirir estos conocimientos instrumentales para llegar a ser autónomos en las enseñanzas y los aprendizajes universitarios y en la formación continua o continuada posterior; y, así, poder abandonar el estatus de aves de corral, siempre dependientes de esos lazarillos llamados profesores, y volar como águilas reales.
La vivencia de C. Vidal y la mía propia me han traído a las mientes un ensayo (**) de Pedro Salinas sobre los analfabetos, los alfabetos y los neoanalfabetos. Para él, la lectura y la escritura son dos aprendizajes escolares fundamentales, que transmutan a los seres humanos de “analfabetos” (no saber leer ni escribir), que es el estado congénito del ser humano, en “alfabetos” (saber leer y escribir). Ahora bien, en España, demasiados españoles alfabetizados no leen y no escriben nunca o leen y escriben muy poco y sólo sobre temas profesionales. Según P. Salinas, en ambos casos, por falta de uso, se produce una regresión, que devuelve a los “alfabetizados” al “analfabetismo prístino”, convirtiéndolos en “neoanalfabetos” o “analfabetos funcionales”.
La vuelta al redil del neoanalfabetismo y de la incultura no es fruto de la casualidad sino de la causalidad. Sin ánimo de ser exhaustivo, sólo quiero indicar dos causas. Por un lado, la calidad de la enseñanza en España, que deja muchísimo que desear. En 40 años, ha habido 9 reformas educativas, para disimular los deplorables resultados educativos españoles (abandono escolar, porcentajes de repetidores y de suspensos, deficientes competencias adquiridas por los alumnos, etc.) en las evaluaciones internacionales. Estos cambios normativos han degradado progresiva e inexorablemente la educación española. Para muestra, basta el botón de la última reforma de la ministra Pilar Alegría: se puede promocionar de curso con suspensos, las recuperaciones dejan de ser obligatorias, se puede obtener el título de ESO y de Bachillerato con asignaturas suspensas, recorte de contenidos en historia, en filosofía, etc.
Y, por el otro, el consumo desenfrenado y masivo de los productos accesibles por medio de pantallas (TV, móviles, tabletas, ordenadores,…) ha contribuido a degradar, aún más, las competencias culturales o enciclopédicas y lingüísticas de la población española. El mal uso y el abuso masivos de las pantallas, como ha quedado demostrado en otro lagar, son fábricas de cretinos digitales, empeoran los resultados escolares, dificultan el desarrollo cognitivo, degradan la salud de los usuarios y, al propiciar la multitarea, no contribuyen a hacer ninguna bien, según los principios de la “calidad total”.
Hoy, todos los españoles hemos pasado por la escuela y muchos o demasiados, por la universidad. Sin embargo, todo parece indicar que nuestro paso por el sistema educativo no ha permitido inocularnos el virus de la lectura y de la cultura. De ahí, el liliputiense bagaje cultural y lingüístico de las jóvenes generaciones, universitarias o no. Y el desprecio hacia todo lo que huele a cultura y a buen saber-hacer lingüístico.
Ahora bien, si seguimos el programa y el camino propuesto por C. Vidal en el ensayo precitado, conseguiremos tener, como hubiera dicho Michel de Montaigne, no sólo “une tête bien pleine” sino también “une tête bien faite”. Para ello, como reza un mensaje publicitario de Atresmedia, para vacunarnos contra los estragos de las pantallas, “levantemos la cabeza”, que tenemos siempre ocupada por alguna de las numerosas y castrantes pantallas o “cajas tontas”. E inoculémonos a nosotros mismos el virus de la lectura y del comercio lingüístico tradicional, “en tête à tête”, como fuentes prioritarias de divertimento, de ocio, de socialización y de información-formación.