·
En mis últimos textos me he dedicado a poner el dedo en la llaga de
ciertos ejemplares del gremio de los “maestros
Ciruela” (personajes que, según un refrán castellano, no saben leer ni
escribir y ponen escuela): licenciadas en derecho, en filologías y en ciencias
de la información. Ahora bien, la ignorancia, como dice la sabiduría popular,
es muy atrevida y los maestros Ciruela
abundan también en otros colectivos. Es el caso del tándem formado por los
miembros de la casta política y, en general, los “plumillas” de los medios de
comunicación, que se complementan mutuamente y que tienen también el lenguaje
(oral y/o escrito) como instrumento fundamental de trabajo. Hago referencia a
estos pseudo-profesionales de la palabra para tratar de responder a las
alternativas, formuladas en el título de esta reflexión. Se trata de dos casos
ilustrativos, que son sólo la punta del iceberg de muchas otras alternativas
lingüísticas.
· Desde el
inicio de la Transición (1975), en las CC. AA. con dos lenguas oficiales, se
inició el mal llamado proceso de “normalización”
lingüística. Con ésta se pretendía generalizar e imponer el uso de la lengua autóctona (catalán o
vasco o gallego u otras modalidades lingüísticas) en todos los ámbitos de la
comunidad autónoma respectiva. Esto provocó, al mismo tiempo, otro efecto
deseado y buscado por los nacionalistas: el progresivo desplazamiento, la
marginación y la eliminación de la lengua española (el mal llamado “castellano”
en la Constitución de 1978), en los ámbitos institucionales y en las
situaciones más formales de comunicación.
· Sin embargo,
los maestros Ciruela de la casta política no se contentaron con esto.
Procedieron también a la “normativización” de ciertos aspectos
del español, la lengua común de todos los españoles. Se trata de un proceso
que, en general, precede a la normalización
del uso de una lengua (cf. ut supra).
Con la normativización se toman decisiones
sobre la naturaleza de la lengua, determinando la norma (léxica, ortográfica, fonética y morfosintáctica) que hay que
aplicar al usar una lengua. Ahora bien, la normativización y su resultado, la
norma, no pueden ser caprichosas por parte de los que la llevan a cabo, ya que podrían
entorpecer la comunicación entre los usuarios de una lengua. Por eso, en la normativización,
no se puede actuar a la ligera, como lo han hecho los maestros Ciruela de la casta política española, metiéndose en camisa
de once varas.
·
Según el Art. 25.2. del R.D. Legislativo 781/1986, de 18 de abril,
sobre régimen local, sólo mediante ley aprobada por las Cortes Generales se
puede modificar la toponimia. En base a este artículo, se ha ido cambiando la
toponimia en español e imponiendo, como única forma oficial, ciertos topónimos
en gallego, en catalán, en vasco, etc. Así, por ejemplo, en vez de Gerona,
Lérida, Orense, La Coruña, Guipúzcoa o Vizcaya,… hay que decir, al utilizar el
español, Girona, Lleida, Ourense, A Coruña, Gipuzkoa o Bizkaia,…,
según los maestros Ciruela de la casta política. Y éstos son sólo algunos
ejemplos. En efecto, muchos otros topónimos han cambiado de nombre sin haber
pasado por el Congreso de Diputados. Basta con consultar el Registro de
Entidades Locales (REL).
·
En los procesos de normativización de las lenguas autóctonas (en
nuestro caso, las de las CC. AA. con dos lenguas oficiales), es lógico y
razonable que se restablezcan los topónimos tradicionales de estas lenguas y
que se fomente el uso de los mismos cuando se emplean dichas lenguas. Ahora
bien, lo que no es de recibo, desde ningún punto de vista, es que, cuando los
hispanohablantes usamos el español, tengamos que utilizar topónimos o también palabras
procedentes de estas otras lenguas (catalán o gallego o vasco, etc.). ¿Por qué?
·
Desde el punto de vista de la lingüística aplicada, cuando dos o más
lenguas entran en contacto pueden suceder tres
cosas. Una de ellas es la amalgama
total o parcial de las lenguas en contacto. En el caso de la amalgama
parcial, unidades lingüísticas o estructuras morfosintácticas o fónicas
transitan entre las lenguas en contacto, provocando interferencias y contaminándose
mutuamente. Ahora bien, la presencia de unidades lingüísticas de otra lengua
(por ejemplo, del catalán o del gallego o del vasco,…), cuando se utiliza una
lengua determinada (por ejemplo, el español), da una pobre y mala imagen del
que habla o escribe. Es algo negativo. En efecto, las interferencias denotan
que el locutor posee un bilingüismo desequilibrado y deficiente, fruto de las lagunas
y de la inconsistencia de su competencia lingüística en las lenguas en contacto.
·
Por eso, cuando hablamos o escribimos debemos mantener separadas las
dos lenguas y utilizar o la una o la otra. Esto es un signo de un grado de
bilingüismo más equilibrado; y, por consiguiente, da una imagen más positiva
del locutor. Así, si utilizo el español y me refiero a la capital del Reino
de los Belgas, hablaré de Bruselas y no de Bruxelles;
o si me refiero a la capital del Reino Unido, hablaré de Londres y no de London; o si me refiero a la región
francesa donde se encuentra una de las sedes del Parlamento Europeo, hablaré de
Alsacia y de Estrasburgo y no de Alsace
y de Strasbourg. Del mismo modo, cuando
se usa el español, hay que utilizar los topónimos tradicionales en español y
decir Gerona, Lérida, Orense, La Coruña, Guipúzcoa, Vizcaya,… y no, como
pretenden los maestros Ciruela de la casta política, Girona, Lleida, Ourense, A Coruña, Gipuzkoa o Bizkaia,… Y éstos son sólo algunos
ejemplos.
·
Por otro lado, desde el punto de vista del funcionamiento del
lenguaje, hay que insistir en el hecho de que el uso de las lenguas es uno de
los lugares donde el poder del pueblo y, por lo tanto, la auténtica democracia
directa son una realidad tangible. En efecto, una lengua es y será lo que
deciden, con el uso oral o escrito, los usuarios de la misma: los locutores. Ni
la Real Academia Española (Rae), como expondremos infra, ni los maestros Ciruela de la casta política, aún menos,
pueden prescribirnos cómo debemos hablar o escribir. En el campo lingüístico
los ciudadanos-locutores son auténticos soberanos e imponen su ley: los usos
lingüísticos.
·
El punto de vista de la Rae es respetuoso con la naturaleza y la
lógica histórica de las lenguas, que acabamos de apuntar. Como precisa el
escritor y académico Javier Marías,
la Rae, “a lo sumo, advierte, mediante
las marcas ‘vulgar’ o ‘negativo’ que tal o cual vocablo pueden resultar
malsonantes o denigratorios”. Por lo tanto, si la Rae, ese conclave de
sibaritas del lenguaje, no puede imponer los usos del español, con menor motivo
podrán hacerlo los maestros Ciruela de la casta política. Como decía el lingüista
y académico E. Alarcos-Llorach, “hay que dejar la lengua y las lenguas en
paz. En ellas manda la colectividad. Si los ciudadanos son los depositarios de
la soberanía política, los hablantes son los de la lingüística”. Por su lado,
el también académico y lingüista Gregorio
Salvador, no se cansaba de repetir que “las
academias son como los notarios […], que sólo dan fe de que tal cosa se dice
así en tal nivel de uso”.
·
En relación con el tema abordado, se podrían aportar otras muchas
citas de autoridad, que van siempre en la misma dirección: cuando se habla o se
escribe en español, los topónimos catalanes, gallegos o vascos que tengan forma
tradicional española deben ser utilizados según la grafía que corresponde al
español. Y por eso, hay que decir y escribir Gerona y no Girona, Lérida y no Lleida,
Orense y no Ourense, Cataluña y no Catalunya, País Vasco y no Euskal Herria, Vizcaya y no Bizkaia, Guipúzcoa y no Gipuzkoa, etc. Y suma y sigue.
·
Esto —que es evidente, lógico y dictado por el sentido común—, ha sido
tergiversado por los maestros Ciruela de la casta política que, con la ayuda de
los “plumillas” apesebrados y también
de los profesores acríticos, han ido imponiendo cambios en la toponimia en
español. Estos cambios no sólo contaminan, deforman y degradan la lengua
española; también contribuyen a desarmar lingüística y culturalmente a los
hispanohablantes, al tiempo que constituyen una nueva derrota del bilingüismo y
un nuevo paso hacia el monolingüismo en las lenguas autóctonas. Así, como ha
escrito certeramente Javier Cercas,
“nuestros disparates políticos son un
reflejo de nuestros disparates lingüísticos, porque quien no respeta el
lenguaje no respeta la realidad”.
·
A los de la casta política se les podría decir aquello de “Manolete, Manolete, si no sabes torear “pa”
qué te metes”; y a los “plumillas”
y a los profesores, que dejen de repetir y difundir, como papagayos, lo que han
decidido, en base a criterios partidistas, los maestros Ciruela de la casta
política.
© Manuel I. Cabezas
González
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5 de agosto de 2016
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